El hombre en el punto de mira (2).
Un estudio óptico del aura de la mano.
1.1. El aura humana y el «pluralismo hílico
En casi todos los tiempos y en casi todas las culturas no occidentales, escuchamos testimonios de personas que afirman que no sólo tenemos un cuerpo biológico, sino que también tenemos un conjunto de cuerpos sutiles, que juntos forman la llamada aura. Se dice que ésta se encuentra en algunas de las capas más finas que rodean al cuerpo biológico. Además, según casi todas las culturas no occidentales, algunos lugares están más cargados de esta misteriosa sustancia fina que otros. Se habla de un «pluralismo hylè». Hylè» es la palabra griega antigua para “sustancia”, “materia”, y pluralismo se refiere a una multiplicidad de especies. Hoy en día, en muchos círculos se duda mucho de la posible existencia de una sustancia tan fina, que por cierto no tiene nada que ver con la física nuclear. Y si uno está bastante seguro de que algo no existe, obviamente no va a buscarlo. Sin embargo, es diferente si se tiene la silenciosa sospecha de que no se ha dicho la última palabra sobre el tema. Entonces hay algo en ti que te insta una y otra vez a seguir buscando un poco más…
1.2. El experimento de Michelson y Morley y el polvo fino
En 1687, Isaac Newton había sentado las bases de la mecánica clásica con su libro Principia Mathematica. En él partía de un sistema fijo de coordenadas que fijaba sin ambigüedad toda determinación de lugar y tiempo, y de un tiempo estándar, un tiempo que, en cualquier lugar del universo, transcurriría siempre a la misma velocidad. Con el fuerte desarrollo de la ciencia a finales del siglo XIX, encontrar un punto de referencia fijo en un espacio estelar en constante expansión parecía una imposibilidad. Así que algunos esperaban que el espacio entre las estrellas pudiera estar lleno de algún tipo de «polvo estelar» distribuido uniformemente, extremadamente fino e invisible, que pudiera servir como tal referencia fija. Y este polvo también transportaría las ondas luminosas, igual que el aire transporta las ondas sonoras.
La idea de una sustancia tan fina, o «éter», como se la llamaba entonces, volvió a llamar la atención de la ciencia. Si existiera tal éter, la Tierra, en su órbita circular alrededor del Sol, se movería a veces con él y a veces contra él. Se pensó que esto provocaría una diferencia en la velocidad de la luz. La luz que se mueve con el éter tendría entonces una velocidad mayor que la luz que se mueve contra él. Y eso es lo que Michelson y Morley querían comprobar en 1887. Sin embargo, no encontraron ninguna diferencia de velocidad y tampoco polvo estelar. Desde entonces, se ha abandonado la creencia en la existencia del «éter uniforme» como medio de propagación de la luz. Y por generalización, también cayó en el olvido la existencia de cualquier otro tipo de polvo fino. Una descripción de este famoso experimento que, en lo que sigue sobre este tema, abreviaremos como el experimento M&M puede encontrarse en el botón de abajo.
Comenzaremos nuestra investigación construyendo el montaje necesario para realizar la prueba de Foucault. Esta prueba fue descrita por el físico francés Léon Foucault en 1858. Con ella se pueden hacer visibles los errores derivados del «esmerilado» de espejos esféricos y a una fracción de longitud de onda de luz. Se trata prácticamente de una prueba estándar, conocida por casi todos los rectificadores de espejos aficionados. Al esmerilar deliberadamente dos discos de vidrio uno sobre otro, con una masa de granos duros entre ellos, el disco superior de vidrio se vuelve gradualmente cóncavo, y el inferior convexo. Una vez terminado, el primero se recubrirá con una capa reflectante y acabará sirviendo de espejo para nuestro espectador. Dicho espejo capta mucha más luz que nuestro ojo. La gran luminosidad de un telescopio permite observar estrellas que de otro modo nos resultarían invisibles. Nos preguntamos si habrá entonces otras cosas aún ocultas que podamos hacer visibles con el visor, como una turbulencia de aire alrededor de nuestra mano. O quizá deberíamos dejar que nuestros ojos se acostumbraran un poco mejor a la oscuridad, y sólo entonces mirar.